Mi Primera Navidad Argentina

Mi Primera Navidad Argentina

Autor: Dante Ruscica

Como muchos otros italianos, también mi padre, en aquella época, pensó en la Argentina como opción insoslayable, después de las penas y las penurias de la guerra y de la posguerra. Por eso, aquel mes de diciembre estábamos preparando la Nochebuena en un patio que recuerdo nítido y lleno de plantas en Lanús. Habíamos llegado tres meses antes y yo, fresco de mis estudios de latín y de griego, luchaba con la gramática española, tratando ingenuamente de descubrir si había más raíces del viejo latín en el italiano o en esta nueva lengua…

Todo era distinto, comenzando por el clima. Una Navidad sin nieve y sin frío me llamaba la atención y la comparación resultaba más estridente aún en muchas otras cosas, porque, en definitiva, veníamos de la guerra y, por más que tratáramos de disimular, para nosotros, grandes y chicos, los recuerdos que renovaba la Navidad tenían sabor amargo, aunque se hacía prepotente también la curiosidad obvia por ver «cómo era aquí».

Con sorpresa descubríamos _y nos impresionaba_ la serenidad general con que la gente, las familias hablaban de las fiestas. Actitud que nosotros habíamos perdido hacía tiempo. Cinco, seis años sin alegría, sin fuegos artificiales, sin música, sin luces, sin tambor, con las madres todas vestidas de negro que rezaban y lloraban por sus hijos en guerra, con tantos ausentes, con tantas tragedias, habían borrado casi en nuestra memoria las felices fiestas de antes. Ahora, ahora ya habíamos cruzado el mar, esáabamos en la Argentina, nos habían pasado tantas cosas, que hablábamos como viejos, decíamos «cuando éramos jóvenes» y todavía no teníamos dieciocho años: tan lejos se habían esfumado los buenos recuerdos…

En nuestra memoria, la Navidad de antes de la guerra era rica de cosas simples, dominada por el clima casi irreal y la poesía doméstica de la preparación del pesebre, por los cánticos de la liturgia religiosa de aquellos días _todavía en latín_, que hablaban de la tierra germinando al Salvador y de que los cielos se abrieran para llover al Justo ( Et nubes pluant Justum! ), cosas bellas y arcanas, difíciles de entender, pero capaces de llenar el alma.

En el nuevo país, la Navidad era llena de sol, de serenidad, nos acompañaba el afecto de gente que nunca habíamos conocido, los parientes argentinos, los primos, los tíos, cuya alegría y entusiasmo nos remitían a tiempos olvidados, obligándonos casi a escarbar en la memoria hasta la infancia tan reciente y tan lejana, sepultada por lo que haba venido después… Parecía que nunca habíamos estado felices. Y sin embargo, las fiestas en el pueblito del monte calabrés donde habíamos crecido habían sido en un tiempo normales, alegres. Entre fuegos artificiales, castañas asadas, pasteles, pan dulce, morcillas, turrones y _para los mayores_ brindis, cantos, bailes.

Los chicos nos escapábamos fuera del pueblo para esperar al «fueguista», toda un aventura. Llegaba con un carro que a nuestros ojos aparecía enorme, historiado con dramáticos dibujos de mitos y cuchilladas, de dramas y de leyendas, tirado por un gran caballo, escoltado por dos perros y supercargado de instrumentos, materiales y misteriosas mezclas de pólvoras y de colores. Se instalaba lejos de las casas y hacía su trabajo desde dos días antes, aislado y circunspecto, alimentando nuestra fantasía. La comisión de fiestas lo contrataba especialmente y sin ahorro: debía preparar cosas extraordinarias, luces y juegos que hicieran morir de envidia a los del pueblo de enfrente. Y nosotros no resistíamos a la curiosidad de saber como serian los botti , las explosiones: más fuertes que el año anterior, con luminarias más intensas, con colores y estrellitas más brillantes. Nuestra fantasía de pibes volaba…

Llegaban los de la feria, los vendedores, los gitanos, mirados con mil prejuicios campesinos, con sus coloridas vestimentas, con sus ruidos y sus enseres tintineantes de cobre: de adultos volveríamos a ver todo esto sólo en alguna película de Fellini. Y mientras se cerraba la escuela por la pausa del largo feriado navideño, vivíamos paso a paso en la plaza el armado del pequeño circo, mientras niños y mujeres acarreaban pastores de cerámica, pasto amarillento y flores de invierno para el gran pesebre que el párroco preparaba en la iglesia desde el comienzo de la novena, el período preparatorio de la fiesta. Todos encerrados en nuestros trajes azules domingueros, con nuestros sobretodos, con gorra y bufanda, atormentábamos a padres y hermanos mayores pidiendo de todo. El encanto ingenuo de la misteriosa misa de medianoche era irresistible. Hacíamos proezas para resistir y no dormirnos antes. Las tías chismeaban en voz baja acerca de fallidos noviazgos y de chicos traviesos, mientras nosotros luchábamos con el sueño para poder llegar desafiantes a ver la iglesia toda iluminada, el angelito que, por el invisible piolín de siempre, bajaba en el momento culminante del Gloria in Excelsis , trayendo la paz para todo el mundo de buena voluntad…

Toda la magia de aquellas fiestas la borró después la guerra. El pueblo fue tomado por una tristeza más difusa que la neblina que opacaba los campos en las madrugadas otoñales. Los padres jóvenes y los hermanos mayores no estaban más. Quedaban chicos, mujeres, ancianos. No más fuegos artificiales, no más payasos, bandas musicales, gitanos y vendedores de castañas calientes, tambor y campanadas alegres. La plaza antes de la misa no se llenó más de gente vestida de domingo y los semblantes de los adultos se cargaron de secretos dramas y de temores. Diariamente el cielo se cubría de escuadrillas de aviones cuyo siniestro estruendo hacía persignar a las viejitas y asustaba a todos. Iban y venían. En alguna parte cargaban bombas y en otras las descargaban incesantemente.

De tanto en tanto aparecían en el pueblo dos altos carabineros de gran uniforme oscuro, como de gala, para traer «la mala noticia» que todos temían. Caminaban adustos y solemnes, extraños en el pueblo, buscaban una dirección, llamaban a una puerta: presentaban su comunicación escrita. Un hijo, un marido, un hermano había caído lejos, había sido destrozado por una bomba, había desaparecido en mar… El Estado mandaba, con la noticia oficial, sus condolencias. En este clima ya ninguna Navidad había sido posible. No había fiestas en diciembre. Había sólo miedo y privaciones, y cada uno rezaba silencioso para que los carabineros altos, elegantes, vestidos de negro no llamaran a su puerta.

Ahora, en el patio de Lanús, todos vivos y todos unidos, vueltos a la serenidad de la familia, brillaba el sol y no lo podíamos creer, porque los recuerdos volvían y porque nuestros parientes argentinos, ávidos de cuentos de guerra, quisieron torturarse toda la noche, en aquella mi primera Navidad argentina, escuchando nuestras peripecias, preguntando y repreguntando sobre nuestras Navidades de guerra…

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